GORALVOR
"EL ALBA"
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"EL ALBA"
EDICIONES: "CÓMIC", "CLÁSICA", "ILUSTRADA" Y "DE LUJO"
EL sol comenzó a iluminar el cielo mostrando un paisaje desolador bajo su luz. Polvo, cenizas, restos de animales muertos y algún que otro espino y mala hierba abarcaban una considerable extensión de terreno en lo que, en alguna era lejana, debió de ser un valle fértil y hermoso, pero que ahora no era más que un yermo consumido. Una pequeña serpiente grisácea se deslizó serpenteando por el suelo hasta que finalmente encontró su refugio bajo un montón de piedras. Siseó al aire con su lengua bífida y se apretujó asustada entre aquellas piedras, luego guardó un silencio sepulcral.
El peligro andaba por las inmediaciones.
El olor de la muerte le seguía de cerca.
Un viento frío se levantó por el valle, conocido en ese entonces como el Valle de las Cenizas, arrastrando hierba reseca de acá para allá. Sin duda se acercaba un nuevo temporal de mal tiempo y lluvia. Un jinete sombrío apareció de repente deteniendo a su montura en lo alto de un promontorio, tras varias jornadas de avanzar por aquel tortuoso camino por fin vislumbró su destino final: una pequeña ciudadela híbrida situada entre los acantilados y desfiladeros de aquel profundo y oscuro valle. Un puente levadizo era el único acceso real a aquella confiada fortaleza fronteriza. Con un susurro impronunciable el jinete sombrío ordenó algo a su corcel y este avanzó lentamente en dirección a aquel acceso. Algo sorprendente, pues como todo habitante de la Tierra Viva sabía, los híbridos del Oeste tenían fama de disparar primero y preguntar después.
Si es que llegaba a haber un después.
Aún así, aquel jinete sombrío siguió avanzando con paso firme pero sin prisa alguna. Su caballo era un extraño ejemplar de pelaje negro y patas alargadas, e iba equipado con un amenazante yelmo rematado con algo parecido a dos cornamentas. Unos extraños y antiguos símbolos adornaban el yelmo de arriba abajo. También portaba lo que bien parecía ser una pesada coraza color cobrizo, envejecida y llena de incrustaciones. En la distancia, cualquiera diría que aquella coraza era en realidad el esqueleto mismo del corcel, como si el cuerpo de aquel animal de aspecto cadavérico hubiese sido forjado por duro metal y no por carne. El misterioso jinete se ajustó su propio yelmo y su propia coraza, a juego con las de su montura, y apretó con fuerza un objeto alargado que llevaba envuelto en unas telas raídas y desgastadas, las cuales se deslizaron dejando al descubierto una pequeña punta de algo afilado que emitió un brillo negruzco al ser tocado por aquellos primeros rayos de luz del astro rey.
Una planta de espinos cercana comenzó a chamuscarse en ese preciso instante. Al mismo tiempo, la cautelosa y pequeña serpiente grisácea huyo a toda velocidad de su improvisado escondrijo entre las piedras. El jinete sombrío y su negro corcel siguieron avanzando en dirección a la confiada ciudadela híbrida. Aquella era sin duda una serpiente afortunada, pues seguía viva y sin daño alguno.
No así nuestro mundo.
No así nosotros.
* * * * *
Muy lejos de allí, más allá de ríos, montañas, praderas y pantanos, un joven príncipe avanzaba sigilosamente por entre unos altos arbustos. Armado con una espada corta, dorada y de doble filo, el joven príncipe estaba inquieto. El bosque en el que se encontraba, llamado El Bosque de Oro1, no era un lugar seguro. Utilizado como defensa natural desde tiempos inmemoriales cubría la amplia extensión existente entre La Fortaleza, la capital de su pueblo, y el Dominio, cuyas temidas fronteras se encontraban al otro lado de las montañas conocidas como Las Últimas. Esas montañas y ese bosque habían sido la mejor de las protecciones contra las hordas al servicio de los néldors.
Néldors.
Esa única palabra le hizo estremecerse.
Se detuvo alerta, su mente y sus cinco sentidos estaban completamente atentos a cualquier sonido anormal. "Aquello" que habían ido a buscar debía de estar en las proximidades. A poca distancia suya, un tipo enorme y musculoso, de casi dos metros de altura y fuertes brazos, avanzaba siguiéndole. Parecía increíble pero, pese a su corpulencia, su gigantón acompañante casi no hacía ruido alguno al avanzar. Una bandada de aves del paraíso levantó el vuelo de improviso. A una señal del joven, ambos se quedaron completamente inmóviles. Ormul, así se llamaba el otro, sacó lentamente una pesada hacha de combate que llevaba sobre su fornida espalda y se acercó poco a poco hasta el príncipe.
–Está cerca –le dijo, mirando con recelo a izquierda y a derecha–, muy cerca. No me gusta, mi señor. Sabe que vamos en su búsqueda.
–Lo sé –le contestó este. Girándose hacia él, le situó su mano izquierda sobre el hombro y añadió confiado–: Pero quiero hacerlo. Ha llegado el momento, tenemos que separarnos.
Era evidente que a Ormul esa idea le pareció horrible. Cazar a campo abierto era lo suyo, pero allí, en mitad del bosque, sin sus monturas... El gigantón miró fijamente a su señor y pupilo, y este supo al instante que debía ser firme.
–Ese ha sido siempre el plan. Tú la hacías salir y yo la cazaba.
Vio en los ojos de su mentor un mar de dudas, pero el joven sabía cómo convencerlo, llevaba haciéndolo desde que era un niño.
–A tu lado, mi fiel amigo. Siempre a tu lado –usó la típica frase hecha que usaban los jinetes del reino antes de ir a la lucha.
Ese truco siempre le funcionaba.
–Al tuyo, mi señor Akar –le contestó sumiso Ormul, cediendo al fin.
Así que Ormul se alejó desapareciendo en la espesura del bosque y dejando al joven príncipe completamente solo por primera vez en varias semanas. El gigantón era un buen soldado y un gran maestro, pero Akar sonrió feliz al verse liberado de su presencia. Ormul no era precisamente el compañero de viaje más divertido para un joven de apenas veintitrés años, la edad adulta en el reino de Roühm.
Desde luego, nadie diría que aquel joven de metro setenta y poco de altura, pelo rizado, rojizo y desaliñado, pequeños ojos claros, y con el rostro lleno de un buen montón de pecas, era la mayor de las esperanzas de toda una nación. Tampoco es que las ropas que portaba aquel día, unas telas sencillas, cómodas y algo desgastadas por los días de persecución en el bosque, le favorecían demasiado. Pero cuando uno se fijaba en su mirada... entonces podía verlo.
Su determinación, su fuerza, su vitalidad, su grandeza.
Akar era esperanza en un mundo oscuro.
Nuestro mundo.
Habían sido los rumores de que una "bestia" merodeaba por el Bosque de Oro desde hacía varias lunas los que habían logrado que él y su gigantón amigo y mentor dieran inicio a la cacería de la esquiva criatura. Su idea desde el principio era que Ormul hiciera huir al animal y entonces él lo atraparía desde algún escondite seguro en la espesura del bosque. Y ahora por fin había llegado el momento. Acariciando la hoja dorada de su apreciada espada, Akar se dedicó a esperar pacientemente a que la “bestia” se mostrase.
“Tú y yo compañera –se dijo a sí mismo el envalentonado joven–. Tú y yo”.
Un brillo de luz atravesó la espesa capa de los altos árboles de hoja clara que conformaban el bosque, iluminando directamente el cabello pelirrojo del príncipe de los roühm. Akar sonrió agradecido al cielo.
“La luz de Elf nos protegerá, amiga”.
Un grito interrumpió bruscamente sus pensamientos.
“¡No! Estoy demasiado lejos”, pensó al momento, tras lo cual se lanzó a toda velocidad hacia el lugar del cual procedía aquel grito desesperado.
El sonido familiar del hacha de Ormul crujiendo algo le llegó con claridad pese a la distancia. Al instante, un grito aterrador de otro mundo detuvo bruscamente su carrera por unos breves momentos. El bosque entero pareció paralizarse tras el sobrecogedor aullido. Hacía muchos años que El Bosque de Oro no escuchaba ese horrible sonido. Un nuevo grito despertó a Akar de su sopor:
–¡Akar! ¡Akar! –gritaba desesperadamente Ormul– ¡¡Mi señor!!
–¡Aguanta! ¡Ya llego! –le contestó a voces Akar pensando que tal vez así la criatura se confundiría.
Atravesó de un salto un pequeño matorral y lanzó su espada contra una pequeña rama que se interponía entre él y los gritos de su compañero de cacería. Entró con rabia en el lugar en donde Ormul gritaba en busca de socorro, un pequeño claro despejado de árboles y matojos, y vio a su mentor en el centro del claro, ensangrentado, con el brazo derecho brutalmente amputado y un hilo de sangre que brotaba de su pecho con fuerza, atravesando la coraza de cuero que debería haber protegido su descomunal tórax. De hecho, la mano amputada todavía se aferraba a la pesada hacha a tan solo unos pocos pasos del lugar en el cual se encontraba su agonizante dueño. Akar perdió por un instante su instinto de lucha, pero no fue por nada de todo aquello, no, fue al ver la mirada perdida y llena de pavor de su gigantón amigo. Y es que Akar no conocía a nadie que fuese mejor guerrero que Ormul. Por eso, y por primera vez en su corta vida, el joven príncipe dudó de sí mismo.
"¿Qué clase de criatura puede...?", se preguntó desconcertado.
Fue en ese momento de descuido cuando la bestia, que había permanecido oculta en un árbol cercano tras derribar a Ormul, se abalanzó traidoramente sobre él. Con un único golpe lo lanzó a varios cuerpos de distancia. Ya fuera por intuición o por suerte, Akar reaccionó al mismo tiempo lanzando una estocada a ciegas. La dorada hoja se clavó en el atacante provocando un nuevo aullido de dolor. Mientras el príncipe aterrizaba violentamente contra el suelo, la criatura se arrancó la espada clavada y huyó a la espesura del bosque a trompicones. Akar se levantó todo lo rápido que pudo preparado para perseguir a la criatura, pero un nuevo gemido de Ormul le hizo detenerse. Se acercó corriendo hasta su malherido compañero y, arrodillándose ante él, le dijo con voz temblorosa:
–Ormul, no te preocupes... Te pondrás bien...
–Mi señor –le reprendió este haciendo un esfuerzo sobrehumano al hablar–. Eres mi... mi orgullo.. nuestro gran príncipe... –Ormul tosió con fuerza y se agitó temblando, luego levantó tembloroso su mano izquierda y añadió orgulloso–: Siempre a tu... siempre a...
El gigantón perdió el conocimiento sin poder terminar la frase.
–¡Ormul! ¡Ormul! –le gritó Akar zarandeándolo–. No te dejaré morir. No aquí. ¡No así! –pronunció lleno de ira y rabia mientras miraba el moribundo rostro de su mentor y amigo.
El joven príncipe se levantó y cerró los ojos concentrándose tanto como pudo. No iba a dejarlo morir como un don nadie. Sabía que lo que iba a hacer lo tenía prohibido por las leyes más antiguas y sagradas de su pueblo, pero eso ahora no le importaba. Al fin y al cabo, era lo único que podía hacer para salvar la vida de su valiente tutor y compañero. Sin dejar de pensar en otra cosa que en lo que debía de estar sufriendo su amigo, obligó a su mente a recordar la última noche que estuvo con su padre.
Era el único recuerdo que tenía de él y muchas veces le venía a la cabeza.
Era un recuerdo lleno de dolor.
Todavía podía escuchar los gritos de fondo. La ciudad en llamas. El estruendo de la batalla. El humo de las casas y de los cuerpos muertos o heridos al arder. Su padre inclinándose para abrazar a uno de los caídos, llorando sin consuelo... Akar abrió entonces los ojos con absoluta concentración, poco a poco, a la vez que empezó a recordar las palabras de poder que escuchara decir por primera y última vez a su padre en aquella desgraciada noche...
De repente le vinieron a la mente.
–Dórnah muitcó, dórnah muitcó –alzó la voz con autoridad– Ormul, ¡dórnah muitcó!2
Entonces el joven comenzó a notar un cambio en su propio interior. Una fuerza vigorosa recorrió velozmente su cuerpo como si de un fuego se tratase. Un brillo comenzó a brotar en lo más profundo de su mirada, hasta que el brillo se transformó en una llama que se expandió por sus ojos. Alrededor de Akar y de Ormul surgió una especie de neblina semitransparente y difusa que distorsionó la figura de ambos. Únicamente se apreciaban con claridad el destello rojizo de los ojos del joven, los cuales adquirieron más y más color hasta que se tornaron del todo rojos. Ya no había iris o córnea, sino tan solo un rojo vivo y luminoso que encendía la mirada del príncipe. Su piel comenzó entonces también a emitir un destello rojizo fácil de distinguir en medio de la inquietante neblina.
Akar únicamente podía percibir ya su alrededor mediante luces, brillos y sombras, puesto que el resto de sus otros sentidos estaban por completo desconectados, inexistentes.
Nada de ruidos, ni de olores o sensaciones.
Solamente luz y oscuridad.
En el preciso instante en el que la llama de su interior dominó su mirada por completo, Akar extendió con firmeza la palma de su mano derecha hacia el cuerpo agonizante de Ormul, desde el punto de vista del joven, una luz débil e intermitente que se apagaba lentamente. Concentró toda esa energía suya en aquella débil luz que se desvanecía. Tan solo en otra ocasión había intentado emular lo que su padre hiciera cuando él era un niño y... ¡por poco muere! Pero no, esta vez las sensaciones fueron diferentes. Más intensas. Más claras. Más poderosas... y no obstante, mucho más fáciles de dominar.
Más dulces.
Al tocar la luz de Ormul con su propia energía indómita, este se estremeció de arriba abajo suspirando con fuerza y con evidentes muestras de dolor. En ese momento Akar se dio cuenta de que la existencia misma de su compañero estaba en sus manos y que no podía fallarle. Concentrándose aún más, y sin saber muy bien lo que estaba haciendo, transfirió algo de su propia luz a la de su amigo, la cual fulguró de nuevo con intensidad hasta estabilizarse del todo. Una nueva sensación de intenso y maligno placer recorrió el interior del joven príncipe. Algo asustado por esa extraña y novedosa sensación placentera, retiró tembloroso la mano.
Había funcionado.
Con la seguridad de que el arte místico del kradparuná3 había tenido éxito, giró su rostro hacia el lugar por donde había huido la maldita “bestia” y entonces percibió su rastro: un brillo cobrizo, sucio y ennegrecido que le causó un profundo asco y que se correspondía claramente con la sangre de aquel ser inmundo. Consciente de que no podría seguir en ese estado de concentración por mucho más tiempo, centró su mirada en el bosque atravesándolo velozmente gracias al kradparuná hasta que, con dificultad, consiguió llegar finalmente a la entrada de lo que parecía ser una cueva. Cerró los ojos, bajó la mano derecha y, haciendo un último esfuerzo sublime, renunció al kradparuná.
Los sentidos retornaron a él con brusquedad.
El ruido que ahora sentía en el bosque le pareció ensordecedor. Los mil y un aromas que percibió le pesaron abrumadoramente. Comenzó a respirar con dificultad y todo comenzó a darle vueltas en la cabeza. Asustado, se ordenó a sí mismo calmarse y para ello comenzó a pensar en recuerdos agradables de su hogar y de su infancia: los largos paseos con su madrastra, la reina Zulaira; las largas cabalgatas con su mentor por las veredas del río Real; los juegos en el hermoso lago del Rey... Poco a poco consiguió tranquilizarse recordando quién era y lo que debía hacer.
"Te atraparé, estés donde estés, pagarás por lo que le has hecho a Ormul".
Pese a encontrarse terriblemente mareado, Akar recogió su preciada espada dorada del suelo, allá donde la "bestia" la arrojara, y se dirigió a la espesura del bosque por donde esta había escapado. Echando una última mirada a Ormul para asegurarse de que se encontraba fuera de peligro, siguió el rastro que había visto adentrándose en lo que hubiera parecido, a los ojos de cualquiera, un sombrío túnel por entre la maleza.
La venganza era ahora su fiel compañera.
* * * * *
El joven macho híbrido miraba indiferente al horizonte. Hacía poco que le habían destinado a la ciudadela de Aqgrara. Grorg, así se llamaba, pensaba en que con algo de suerte no tendría que permanecer mucho tiempo más en el aburrido y pesado turno de día. La ciudadela permanecía ahora silenciosa después del jolgorio del que habían disfrutado la noche anterior. Un cargamento de comida, bebida y hembras de la última camada había llegado desde Abismos y todos, incluido Grorg, habían disfrutado con la fiesta y, sobretodo, con las jóvenes hembras deseosas de estar con los machos por primera vez. El Emperador Híbrido era generoso en esa época del año y la alianza con el Dominio les estaba dando muchas más riquezas al reino de las que habían previsto los mejores aúguros.
Grorg, como la mayoría de híbridos de su generación, era feliz.
El ambiente cargado del valle de las Cenizas, insufrible para la mayoría de los seres vivos de Kárindor, le recordaba a su hogar de infancia, Abismos, donde tantos buenos recuerdos tenía. Además, hacía tiempo que no se sabía nada de las otras razas, ni de los arrogantes hombres, ni de los estúpidos ónimods.
Sí, Grorg era un híbrido muy feliz.
El sonido de cascos avanzando al galope en dirección hacia la puerta que él vigilaba le puso en alerta. No se esperaban nuevos visitantes hasta dentro de varias lunas, por lo que el híbrido extremó las precauciones. No quería que el Cabeza de Aqgrara, un híbrido veterano en la Gran Guerra, le volviera a humillar. Por eso agarró con fuerza el arco y preparó una desgastada flecha en dirección al camino.
"Disparar primero y preguntar después".
Al poco vio venir el origen de tanto revuelo. El extraño caballo negro y su siniestro amo ya habían llegado a su destino. Grorg tragó saliva sin creerse lo que estaba viendo. Al instante, bajó el arco inclinando la cabeza sumiso a la vez que puso una rodilla contra el suelo. El jinete detuvo la montura a cierta distancia del foso que protegía el puente levadizo que daba acceso a aquella pequeña ciudadela fronteriza. Luego pronunció entre susurros:
–Acércate, híbrido.
Con la velocidad del viento, una brisa helada le llevó las palabras hasta los oídos del joven macho híbrido quien, pese a la distancia y a que el siniestro jinete apenas había movido los labios, las escuchó retumbar en su cabeza. Algo indeciso, Grorg activó el mecanismo que permitía bajar el puente levadizo y, antes de que lo hiciese, avanzó a grandes zancadas cruzando el foso con tanta premura como fue capaz. Cuando llegó al lado del siniestro jinete, se arrodilló de nuevo. El recién llegado, sin darle tiempo a decir nada, pronunció nuevamente algo entre susurros casi imperceptibles:
–Preparaos –le dijo sin abrir apenas la boca y sin ni siquiera mirarle.
El híbrido percibió de nuevo la gélida brisa contra su cara y las palabras retumbaron aún con más violencia dentro de su cabeza. Entonces, el jinete oscuro le entregó lo que llevaba envuelto en las viejas telas. El híbrido palideció de puro terror al agarrar el misterioso objeto y sentir su frío peso. Grorg comenzó a sentir náuseas sin saber el porqué.
Algo iba mal.
Terriblemente mal.
El caballo negro se encabritó poniéndose a dos patas y rebufó, para luego calmarse. Antes de marcharse, el mensajero néldor miró al asustado híbrido de reojo y dejó escapar una única palabra con una voz sumamente áspera, dura y malévola:
–Guerra.
* * * * *
La "bestia" no había intentado esconder su paso. Al parecer, tan solo había corrido despavorida en busca de refugio. Ramas rotas, restos de sangre maloliente y pisadas de gran tamaño permitieron a Akar encontrar rápidamente la cueva que había logrado ver mediante la visión mística. Se tomó unos minutos escondido para tomar algo de aire y analizar los alrededores. No volvería a dejar que le pillara por sorpresa. Akar ya casi no tenía ninguna duda de a qué se estaba enfrentando.
Imposible no reconocerlas.
Aunque no tuviera recuerdo de haber visto a ninguna antes, nadie en toda la Tierra Viva había olvidado a aquellas criaturas despiadadas.
La ruina del Norte, así las llamaron.
Bien, pues él las devolvería una a una al infierno del que habían surgido.
"¡Ya eres mío!”, dijo para sí mirando a la cueva. “Estás asustado. Agonizas, ¿verdad? Pero he de conseguir tu corazón. Cuando Murahm y el resto lo vean, entonces me empezarán a hacer caso. ¡Malditos cobardes! Debo cazarte ya”, dejó escapar un suspiro de frustración. “¿Quieres que entre en la cueva? Me estás esperando, lo sé...”, continuó pensando el muchacho. Se recolocó despreocupadamente el brazalete de su muñeca izquierda, un bello adorno de plata con incrustaciones de rubí que generación tras generación todos los príncipes de Roühm habían llevado, y se fijó en cómo era el terreno frente a la cueva.
Una mala idea le vino a la cabeza.
“Sí. Ormul, esto no te va a gustar nada cuando te lo cuente."
–¡Sé lo que eres y sé porqué estás aquí! –gritó saliendo tranquilamente de su escondite entre la arboleda. Se situó desafiante frente a la boca de la entrada de la cueva con su espada dorada señalándola y añadió–: ¡Cobarde! ¡Sucia alimaña! ¡Sal si te atreves, bestia maldita! ¡Venga! ¿A qué esperas? –a Akar le pareció escuchar movimiento en la cueva, aunque estaba demasiado lejos y a contraluz como para ver nada del interior.
"Ahora o nunca", pensó antes de vociferar con arrogancia:
–¡Soy el príncipe de Roühm! ¡Señor de Valtra! Te ordeno salir y... ¡morir!
En ese mismo momento levantó su brazo izquierdo y cerró el puño. El sol iluminó su brazalete de plata pareciendo desafiar con ello a los mismísimos cielos. De súbito, una enorme sombra apareció de la nada lanzándose de un espectacular salto en contra del desafiante príncipe y su brillante símbolo.
Pero esta vez Akar estaba preparado.
Había previsto que la "bestia" se abalanzaría en su contra en cuanto supiera quién era y viera el brazalete así que, con una agilidad hecha a base de entrenamiento, se hizo a un lado. La “bestia” cayó con estrépito estrellándose contra el duro suelo de roca caliza de la zona. Aprovechando los breves instantes que tardó en recuperarse del golpe, y mientras esta aún se intentaba poner en pie de nuevo, Akar lanzó una estocada de espaldas a ella clavándole profundamente la hoja dorada, hasta atravesarla por completo. La criatura lanzó los brazos al aire en un último gesto de desesperación a la vez que rugió a causa del dolor. Cuando Akar sacó la espada del cuerpo de la "bestia", la criatura, de más de dos metros y medio, se desplomó inerte y sin vida contra el suelo. El joven entonces sí que se giró y vio a qué había dado caza.
Sus peores temores se confirmaron.
Con asco, el príncipe observó a su rival caído poniéndole un pie encima. Enormes brazos de desproporcionados y deformes músculos. La piel dura y oscura como el carbón. La espina dorsal recubierta de duras espinas salientes, afiladas como cuchillos. Una hendidura de más o menos dos dedos en mitad del cráneo que le recorría el mismo desde abajo y hasta la frente. Y el olor. Nauseabundo como pocas cosas lo eran en Kárindor. Con evidente desprecio Akar tan solo pronunció una palabra:
–Gonk.
El joven intentó darle la vuelta a la enorme mole, pero el gonk pesaba demasiado. Tuvo que dejar su arma en el suelo y hacer un enorme esfuerzo que lo dejó jadeante, hasta que por fin pudo conseguirlo. El bosque seguía expectante y con una inusual calma. Akar se sentó para recobrar fuerzas junto al cadáver del gonk fijándose por primera vez en el rostro amorfo y lleno de cicatrices de la violenta criatura del mal de Válruz. A la pobre bestia le faltaba uno de sus dos pequeños ojos negruzcos y malévolos. De la dura frente le sobresalía un hueso de forma más o menos circular de un bello color azul pálido ligeramente difuminado en miles de tonalidades grises.
Aquello era el kúhec o corazón del gonk.
Mientras Akar se esforzaba por extraer aquella maravilla de la naturaleza, se distrajo observando los curiosos y sucios orificios nasales del gonk, sin nariz ni nada parecido. Jamás había visto ninguna criatura similar en todo el reino. Tampoco parecía tener orejas por lo que el joven roühm se preguntó cómo era posible que esas odiosas criaturas tuvieran tan buen oído. Envuelto en aquellos pensamiento no se dio cuenta de que algo grande pero sigiloso también se había acercado a la cueva al escuchar los gritos desafiantes de Akar, deslizándose lentamente por entre la vegetación cercana. Sin hacer ruido se detuvo a escasos pasos del desprevenido príncipe, oculto por la espesura del bosque se dedicó a observarlo con detenimiento.
Puede que fuera tan solo por curiosidad.
Apetitosa curiosidad.
Ajeno a ello, el joven por fin consiguió hacerse con el kúhec y, fascinado, observó su extraña forma. El sol, que iluminaba la entrada de la cueva, quedó tapado por un espeso nubarrón dejando al descubierto el interior de la misma. Una sombra pasó veloz de un lado al otro de la caverna. Cerca, un ruiseñor de la zona comenzó a emitir su variado repertorio. Akar alzó el kúhec para observarlo mejor y hubo de reconocer que, en verdad, era una auténtica maravilla.
Más que eso.
Era hermoso.
Una maravilla de la naturaleza.
El ruiseñor calló de repente.
Aquello que estaba observando al príncipe de Roühm vio como la sombra salía de la cueva y avanzaba con cautela hasta situarse justo detrás del confiado príncipe. En ese mismo momento, Akar también vio reflejados en el kúhec que sostenía en alto los ojos de la sombra que se había situado detrás suya.
Pero fue demasiado tarde.
Estaba demasiado cansado y perplejo como para reaccionar.
Un poderoso brazo lo lanzó violentamente, estrellándolo contra una de las rocosas paredes de la entrada de la cueva. Aturdido, el joven príncipe se llevó la mano a la sien y, asustado, vio sangre. Su propia sangre. La visión le comenzó a fallar y también el oído, pues creyó escuchar el feroz rugido de un oso allí mismo, a su lado. La sombra se acercó hasta él con lentitud, disfrutando de su agonía. Akar intentó ponerse en pie y hacer frente a su nuevo atacante, pero las piernas ya no le obedecían. El golpe había sido demasiado duro así que, resignado, se apoyó de rodillas con las manos en el suelo y agachó la cabeza. Un charco de sangre comenzó a formarse en el suelo.
“Se acabó. He sido tan tonto –se reprochó–. Ojalá pudiera –su atacante emitió un suave rugido de amenaza–, pudiera avisarles de que han vuelto. Ojalá...”.
Los pensamientos del joven príncipe quedaron en un segundo lugar cuando la sombra se abalanzó corriendo hacia él. Orgulloso como era, Akar levantó la cabeza tanto como pudo esperando a la muerte con la dignidad que solo un jinete rojo de Roühm podía tener. Miraría a la muerte a los ojos, como le habían enseñado, y su luz viajaría veloz hasta el infinito.
Y es que el gonk al que había dado caza no estaba solo.
Akar debería haber sabido que los gonks nunca se desplazaban en solitario. Un segundo gonk había esperado a que el humano se confiara para atacarle por la espalda. El primero de los gonks, herido de muerte, se había sacrificado para ayudar a su compañero. Esas criaturas eran inmundas y podían parecer estúpidas, pero Akar acababa de comprobar que eran letales.
O ellos o tú, siempre era así.
Como la vida misma, ¿no crees?
Sin piedad, este segundo gonk agarró al joven príncipe por el cuello, levantándolo del suelo más de un palmo y haciendo uso únicamente de una de sus dos deformes y musculadas extremidades superiores. Akar sintió al momento la falta de aire en sus pulmones, así que intentó zafarse del gonk, pero ni sus brazos ni sus piernas le hicieron caso. Como burlándose de él, el gonk le cogió la muñeca donde llevaba el brazalete de plata y lo olfateó con evidente desprecio, luego le escupió a la cara lo que debía ser su saliva, una sustancia pegajosa y anaranjada. Con el rostro agonizante y lleno de su propia sangre, Akar supo con total certeza que deliraba ya que nuevamente escuchó otra vez el rugido enfurecido de un oso junto a él.
Luego le sobrevino la oscuridad.
...10 de Ekluv del 20º Euré, Quinta Era4
1 Ver anexo: “Sobre Kárindor”.
2 Literalmente: “Hombre, no morir”
3 Ver anexo “Sobre el kradparuná”. Literalmente: “Las muchas palabras”.
4 Ver anexos: “Sobre las eras y los tiempos” y “El calendario y las fechas”.
Copyright © 2021 El Regreso del Heredero [J.A.Roman]EL viejo élfico1 recorrió la sala con parsimonia, lastrado por su dolorosa cojera, asegurándose de que cada uno de los doce ventanales del lugar quedara bien cerrado. La luz del ocaso le daba a la sala un ambiente especial. Él, Úlatar, era el Guardián de la Sala desde que regresó de la Gran Guerra y por el gran antepasado que cumpliría fielmente con su labor hasta que su luz hiciera el último viaje.
–Hora de dormir, viejas amigas. Hora de dormir –con el tiempo había adquirido la manía de hablar en voz alta al realizar su labor.
La sala, llamada la de Los Doce Tronos, se encontraba en una de las siete torres del palacio real de Krádovel, la ciudad más importante de las controladas por el pueblo dorado en Belfáel. Cada una de esas torres había sido levantada por alguno de los siete grandes reyes que siguieron tras la marcha del legendario Rey-Sol Elf. Esta en la que se encontraba la sala de los Doce Tronos era conocida como la Torre de Dumara. Los doce tronos habían sido trasladados hasta allí poco antes del advenimiento de Trávaldor, la antigua y enorme capital de lo que otrora fuera el Concilio. Gracias a eso, los tronos se habían librado del saqueo y de la destrucción que sufrió la ciudad durante su caída a manos de los ejércitos néldor.
Los tronos de los que la sala tomaba su nombre eran el símbolo de una era de paz perdida en el pasado.
Recuerdos que dejamos atrás.
No nos hacían falta.
–Mañana será un nuevo día –murmuró el viejo Guardián.
La sala era en verdad un lugar reservado exclusivamente para reyes y gobernantes, cerrada a ojos indiscretos. Cuando la Gorá, la luna fragmentada de los cielos, brillaba en todo su esplendor, la cúpula de la Torre de Dumara reflejaba sus plateados rayos en un espectáculo comparable con pocas cosas de sobre la superficie de la tierra. El gran rey Dumara, cuarto en la línea de sucesión del Rey-Sol Elf, la mandó construir como regalo para su amada tras la muerte de ella. Su reflejo había sido el comienzo del amor para muchos de los jóvenes de Krádovel. Luego, tras siglos de vacío, la sala superior de la Torre de Dumara fue seleccionada para albergar los doce tronos venidos de tan lejos.
–Y luego vendrá el siguiente. O eso dicen –el viejo sonrió con su propio chascarrillo.
El valor de cada uno de los tronos era incalculable. Estaban hechos de oro puro, oro del que antaño se extraía de las por entonces ricas minas situadas en la gran montaña del este, la Éter-Muná. Cada uno de los doce tronos estaba profusamente adornado con letras, símbolos y todo tipo de ornamentos esbeltamente forjados en plata, cobre, ónice o diamantes de extraordinaria calidad, siendo cada trono único y original en su forma final. Numerosos de esos símbolos se hallaban escritos en lenguas olvidadas que explicaban el origen del reino al que servían. Además, cada uno de ellos se hallaba coronado en su respaldo y en sus reposabrazos por maravillosas e inigualables piedras preciosas.
–Primero un día, luego otro –se decía Úlatar cojeando de ventanal en ventanal.
Cinco rubís en forma de estrella de casi un palmo de tamaño, coronaban el trono Rojo de Roühm. Tres esmeraldas de brillo excepcional, refulgían en el trono Verde de los hijos de Veühm. Perlas blancas, grisáceas y oscuras, llenaban el trono Perlado de los herederos del cruel Ura-Ross. Puro marfil procedente de colmillos de dragón o de garras de glodandro, para el trono Blanco de los desaparecidos Instructores. Zafiros y piropos llenaban el trono de la nación Zulá. Topacios anaranjados enmarcaban el símbolo de Kádor-Hum.
–Atrancas esas tres y solo quedará volver a abrirlas mañana –se repitió el Guardián como había hecho cada día durante casi tres ciclos.2
Ópalos y berilios se dejaban ver en el trono Translúcido de la nación Nador. Diamantes y turquesas enlazados en forma de una gruesa cadena rota en uno de sus eslabones, para el llamado trono Gris de los huraños sígrim. El brillante y magnífico trono Dorado de los élficos siempre era el más admirado, lleno como estaba de los nombres de sus más grandes soberanos y de sus más legendarios guerreros.
–Tú ¡siempre igual! –se quejó Úlatar al intentar atrancar el último de los ventanales, el que siempre le daba problemas. El que apuntaba directo al trono de piedra oscura, al trono Negro, el del Dominio.
El único que de verdad importaba.
A ambos lados del trono Negro se hallaban respectivamente el trono de Madera Imperecedera -perteneciente a los reyes ónimods- y el trono de Fuego, el de la raza híbrida, llamado así por el peculiar material en el que estaba tallado: un raro metal aceroso extraído de las profundidades de Abismos que durante la noche parecía brillar en su interior con una luz parecida a la del fuego de los volcanes del Norte.
Vestigios olvidados de otro tiempo.
Cuando nuestro mundo brillaba.
–Pero no lo olvidamos –se dijo el Guardián a sí mismo antes de dirigirse a las puertas de acceso a la Sala.
A diferencia de los otros, el trono del Dominio jamás había sido usado nunca por nadie. Ningún señor del Imperio del Norte lo había reclamado jamás, ni nadie había osado usurpar tan escalofriante puesto. Poco se sabía sobre su forja o sobre su lugar de origen, aunque se creía que llegó a Trávaldor a finales de la Tercera Era -también llamada Krádovel Akluev- de más allá de las Montañas Rojas, como gesto de buena voluntad y obsequio del por entonces aparentemente derrotado Reino del Norte. Durante siglos el resto de los tronos sí fueron ocupados por reyes, reinas o jueces de mejor o peor corazón, pero el trono Negro siempre permaneció ajeno a los asuntos del Concilio.
Vacío de propósito.
Sin embargo, muchos de los habitantes de Krádovel lo veían ahora como la mayor prueba de que la paz era posible con el enemigo, con el Dominio, aunque Úlatar, que llevaba tantos años observándolo de cerca, sabía que ese trono no era sino otra amenaza de los traidores del norte, una burla más contra las razas libres de la Tierra Viva.
–Te vigilo –le dijo el viejo Guardián antes de atrancar las puertas y cerrarlas con llave.
Y es que, a veces, a Úlatar le parecía que el trono Negro tenía vida propia. Parecía cambiar de aspecto, aunque el viejo Guardián no podía asegurarlo con total seguridad.
El trono Negro se había construido con un extraño material negruzco, desconocido en Belfáel, lleno de vetas y grietas aún más oscuras todavía que, como si de venas se tratasen, lo recorrían a lo largo y ancho de toda su rugosa superficie. El nombre de los néldor se hallaba tallado en la lengua prohibida de los Primeros, escrito con duros símbolos de plata desgastada. Justo encima del nombre de la nación había tallada una única y abominable palabra: Béhej'Ari.
El Inmortal.
La oscuridad que lo envuelve todo.
En la parte exterior de los reposabrazos se habían situado una especie de colmillos afilados, curvados hacia dentro, de poco más de medio palmo el primero de ellos y algo más grandes cada uno de los subsiguientes. Similares adornos, aunque de mayor tamaño, recorrían toda la parte posterior del trono. Cada una de sus esquinas estaba rematada con kúhecs de extraordinario tamaño y forma que debían haber pertenecido a gonks de insuperable fuerza. A los pies del trono se había dibujado el perfil de trece esferas quebradas por su centro y recubiertas, estas sí, de oro y de bronce. Y en el interior de cada esfera se habían incrustado diminutas piedras preciosas similares a las que adornaban el resto de los otros tronos, aunque en todos los casos esas piedras preciosas se hallaban rotas, estropeadas y rasgadas, o no eran más que un mero polvo fino de feo aspecto.
Miedo.
Horror.
Nadie que mirara el trono Negro no podía sino sentir un halo de temor y de incertidumbre en lo más profundo de su corazón, una sensación de derrota inevitable, una agonía que solo podía detenerse en la muerte.
Hería el alma.
El viejo Guardián cerró cada uno de los tres candados de las puertas con su llave maestra. Ahora la sala solamente estaba iluminada por la luz de unas débiles antorchas que permanecerían encendidas toda la noche. Úlatar sabía que nadie entraría. Nadie lo había hecho jamás desde que él fuera nombrado Guardián de la Sala. El Concilio era otro sueño perdido en el tiempo. La pierna le dio un fuerte pinchazo, ese día le dolía horrores. Un nuevo pinchazo le provocó una mueca de dolor.
–Estoy viejo, como vosotras... Ya no me quedan batallas que librar –se quejó el dolorido élfico apoyándose en las puertas para no caerse.
Se decía que esas puertas de acceso formaban en realidad parte de una mucho mayor, procedente también de la propia Trávaldor, la capital caída. Incluso algunos pensaban que era una de las puertas sagradas del templo de Raessraw, del que ahora solo quedaban unas pocas ruinas cerca del baluarte roühm de La Fortaleza.
Tal vez solo fueran leyendas.
Su tiempo había quedado atrás.
Ahora era el nuestro.
Justo cuando el viejo Guardián consiguió asegurar con llave las puertas, una mano cogió a Úlatar con firmeza por el hombro asustándolo como nadie lo había hecho desde los tiempos de la Gran Guerra. Sobresaltado, el viejo élfico dejó caer sin querer la llave maestra al suelo, causando un gran estrépito al retumbar y chocar esta contra el sólido suelo de mármol.
–No temáis, no deseo haceros daño –le dijo amigablemente el desconocido–. ¿Sois vos el Guardián de la Sala? ¿Sois aquel a quien llaman Úlatar?
–¿Pero qué...? –dijo girándose para poder ver a su interlocutor. Al momento reconoció la cara rechoncha y sonriente del tipo más bien bajito que le había hecho la pregunta. Esa peculiar manera de hablar era inconfundible. Se trataba de un forastero importante. Pese a ello, le increpó claramente molesto–: ¡Estas no son maneras, señor! ¡Y no es hora! La Sala esta cerrada. ¡Cerrada! Extranjeros, ¡son todos iguales!
Sin perder la sonrisa, el otro le contestó:
–Convocad al Concilio, Guardián de los Tronos. Ejerzo mi derecho a hacerlo.
–¡Cerrada! No hay más que hablar –Úlatar no le había prestado atención de tan enfadado que estaba.
–Convocadlo, Guardián. Debo reunir al Concilio. Traigo nuevas que deben ser oídas por todos. Id, pues.
Úlatar pasó del enfado al puro asombro cuando por fin comprendió lo que le estaban solicitando. El forastero insistió:
–No os lo repetiré una tercera vez.
Su interlocutor ya no sonreía, no, ahora le miraba con cierta creciente impaciencia.
–Honorable Gladio Tercio –se excusó el confuso Guardián cambiando el tono– jamás se ha hecho algo así, aquí en Krádovel, desde que los tronos llegaron. Se tardarían semanas en poder avisar al resto de reinos –siguió excusándose Úlatar–. Los élficos ni siquiera tenemos un rey al que convocar... Eso son asuntos de otra época...
La mirada del tal Gladio Tercio le hizo recordar al viejo élfico su juramento de servicio.
–Cierto, cierto. Mi deber es cuidar y avisar, nada más que eso para este pobre viejo y cojo, ¿no, señor? –le contestó Úlatar no muy convencido.
–Les dirás que lo hemos encontrado.
–¿Encontrado, señor? ¿Eso habéis dicho? Mis oídos no son lo que eran. ¿Encontrado el qué?
–No el qué, Guardián, sino a quién. Por fin lo hemos encontrado. Él por fin ha aparecido. Úlatar, comunicad a todos que los kadorianos hemos hallado al emisario de los tiempos.
El viejo guardián élfico se sorprendió al escuchar el título. Una carcajada se le escapó sin querer. ¡Menuda ocurrencia tenía el extranjero! El emisario de los tiempos, ni más ni menos... Pero cuando el tal Gladio le mostró algo que llevaba a resguardo entre sus ropajes, la carcajada se convirtió en puro asombro. ¡Era verdad! ¡Eso sí que eran noticias! ¡Una última batalla que librar!
–Recordad que estáis bajo juramento de secreto.
Úlatar asintió con la cabeza y le hizo una solemne reverencia de honor. Tras lo cual solamente añadió con voz emocionada:
–Así se hará, gran Gladio. Convocaré el Concilio y que el destino de Elf se apiade también del nuestro.
Gladio vio al viejo élfico alejarse por los pasillos de la Torre -con gran rapidez pese a su cojera-, perdiéndolo al poco de vista. Con ayuda de la antorcha que portaba, encontró la llave maestra que seguía olvidada en el suelo. Abrió los tres candados, desatrancó las puertas de acceso y entró en la famosa sala de los Doce Tronos.
Avanzó con paso firme hasta situarse a pocos pasos de la plataforma en la que se hallaban colocados.
–Los tronos –dijo en voz alta a la vez que subió por los tres escalones de mármol y granito que daban acceso a la plataforma. Añadió–: Hermosos, realmente hermosos.
Acarició respetuosamente el primero de ellos, el perteneciente al reino de Zulá, adornado de bellos lapislázuli y gemas de color celeste y azul marino. Recorrió con la mirada cada uno de los otros once tronos, iluminados débilmente por la luz de las pequeñas antorchas que Úlatar dejaba encendidas adrede, hasta que por fin encontró lo que estaba buscando: una doble esfera de color oro oscuro en el respaldo de uno de los doce tronos. Reconociendo al instante el símbolo de su país y sin ni siquiera pensárselo, se sentó en ese trono a esperar las noticias que le debía traer en breve el peculiar Guardián de la Sala.
–No ganaréis. Jamás nos venceréis –continuó diciendo en voz alta mientras situaba su mirada en el vacío y sombrío trono Negro del Dominio. El emperador de Kádor-Hum, Gladio Óptimus, de la familia de los Tercios, repitió con rabia–: ¡Jamás!
Tiempo al tiempo.
Luego sacó algo de comer de un bolsillo de su pantalón y comenzó a masticarlo tranquilamente.
El trono Negro pareció responder a sus palabras agitándose en su interior como si hubiese escuchado la amenaza del valiente y regordete emperador. Una nueva veta se formó deslizándose por entre la oscuridad de la fría piedra negruzca del trono fuera de la vista del hombre, quien no se apercibió de que esa nueva veta se situaba amenazadora junto con todas las otras que, desde tiempos lejanos y olvidados, recorrían la superficie irregular del trono Negro esperando su momento.
Esperando la llamada de la Muerte.
* * * * *
Lo único que pudo ver al abrir los ojos fue la débil luz procedente de una pequeña fogata cercana. Intentó llevarse las manos a la cabeza pero el daño que sentía era terriblemente fuerte por todo su cuerpo, así que no pudo más que mover el cuello a duras penas. Era de noche, y las estrellas del cielo permanecían ocultas por unos densos nubarrones. Sintió frío y hambre. Pero sobre todo, sintió dolor. Cuando sus ojos se le despejaron, al cabo de un rato que se le hizo eterno, pudo mirar con más soltura a su alrededor dándose cuenta que, en realidad, se hallaba tumbado en medio de un bosque. Unas cuantas vendas ensangrentadas le tapaban diversas heridas por todo el cuerpo, especialmente en la cabeza donde, al moverse ligeramente, sintió un...
1 Los hijos o descendientes del Rey Elf. Ver anexo: “Sobre los pueblos de la Tierra Viva”.
2 Un ciclo = 7 años.
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